Capítulo 4. 31 de diciembre.
31 de diciembre. Lovino no había
salido de casa de Antonio desde hacía 3 días. Había subido a su dormitorio –por
supuesto que tenía allí un dormitorio, no iba a quedarse en una simple
habitación de invitados-, se había tirado sobre la cama, y nada más. Eso había
sido todo.
Cuando tenía hambre, bajaba a la
cocina y cogía cualquier cosa de la nevera. Un tomate, alguna pizza… cualquier
cosa que veía. Sin embargo y, sin saber muy bien por qué, no había tocado las
bandejas navideñas que había preparado Antonio.
Encogido sobre sí mismo en la
cama, Lovino tenía mucho tiempo libre para pensar. Su maleta seguía abajo, en
el mismo lugar donde la había dejado tres días antes. El móvil le había sonado
bastantes veces, pero él simplemente lo había apagado. No quería hablar con
nadie, no quería que nadie le molestara.
Lovino no tenía ni la más mínima
idea de por qué estaba así.
Cerró los ojos con fuerza, lo
único que había cambiado era la presencia de Antonio. Él ya no estaba. En el
fondo lo sabía, pero se negaba a creer que fuera por eso, ¿de verdad aquel
bastardo le afectaba tanto? Era, simplemente, raro. Muy raro.
Lovino suspiró, intentando
encontrar en su mente algún recuerdo que le hubiera hecho sentir mal por culpa
de Antonio. Encontró unos cuantos.
Un día, hacía algunos años,
España le había propuesto ir al cine. Una simple invitación a ver una película
de la que Antonio tenía dos entradas. Casualmente, era una que Lovino quería
ver desde hacía tiempo. Y encima le invitaban, ¿por qué no iba a ir?
-¿A qué hora empieza?
-A las cinco –sonrió España.
-¿Las cinco? Bien, terminaré de arreglar unos papeles de mi nación
justo un poco antes, y esta noche me voy a una fiesta ibicenca a la que me han
invitado, que será sobre las nueve, así que… supongo que las cinco es una buena
hora. Qué casualidad, que los planes me hayan cuadrado tan bien hoy.
-Sí… qué casualidad –comentó Antonio ampliando su sonrisa, pero con una
expresión extraña que Lovino no supo descifrar.
-Lo que sea. De todas formas, tengo que ir a comprar algunas cosas
antes de ir al cine.
-¿Eh? ¿Necesitas algo, Lovi?
-Nada en especial… ¡deja de llamarme así! Tú déjame en el centro y vete
luego a dar una vuelta… a las cinco estaré allí –gruñó antes de desaparecer en
su habitación.
Horas más tarde, Antonio había parado el coche y le había dejado en un
centro comercial. Lovino le recordó, antes de bajar, que ya acudiría él al
cine, y corrió hacia la entrada, donde una amiga suya le estaba esperando con
una sonrisa. Él le había sonreído de vuelta con timidez antes de entrar; lo
mínimo era ser amable con la muchacha, ya que había aceptado acompañarle para
comprar algunos alimentos típicos del país. Antonio siempre le hacía regalos
por su cumpleaños, por lo que, que de vez en cuando, Lovino se preocupara por
devolvérselos, no era tan raro. Le haría alguna comida imposible de olvidar.
Aquel bastardo vería sus dotes culinarias.
Cuando se dio cuenta de que si no se iba, llegaría tarde a la película,
corrió a por un taxi. Sin embargo, no esperaba que el típico atasco de los
sábados le asaltara precisamente a él. No le hizo falta subirse al coche para
darse cuenta de que no iba a avanzar.
Todo se disipó a las ocho de la noche. Romano temblaba, tragaba saliva
sin parar. Estaba más que nervioso, aquella situación le estaba jugando una
mala pasada. Subió a un taxi y, solo por si acaso, le hizo parar en el cine.
Como había imaginado, Antonio ya no estaba.
Cuando llegó a casa de España, encontró una nota en lugar de a Antonio.
Le decía que sentía que no hubieran podido ver la película a tiempo, pero que
no pasaba nada. Que como Romano aquella noche no estaría, se había ido con
Francis a beber un rato.
Lovino arrugó la notita en sus manos hasta hacerla una bola y la tiró
con rabia a la basura, donde había dos entradas de cine, rotas por la mitad.
Antonio se quedó sin cena de cumpleaños. Lovino se quedó sin fiesta
aquella noche.
Romano se había odiado por ello
aquel 12 de febrero, en el que España no había quitado aquella triste sonrisa
–que solo él podía reconocer- en todo el día. Por supuesto, él no le había
explicado lo de la comida, ¿con qué cara lo hacía? En cuanto al cine, tampoco
le había dicho nada, igual que lo de la fiesta a la que había decidido no ir.
Era un estúpido. Un completo
estúpido.
Se tapó hasta la nariz con su
sábana y permaneció así hasta que oyó el reloj del salón. Sonaron doce
campanadas.
Feliz año nuevo, Lovino…
***
Sabía que Veneciano y el macho
patatas no tardarían en saber que Antonio se había ido. Por eso, cuando el
timbre de casa sonó repetidas veces, Lovino no se alarmó. Bajó con parsimonia y
entreabrió la puerta para ver a su preocupado hermano mirándole fijamente desde
el porche.
-¡Fratello! –exclamó tirándose a sus brazos.
-Joder, no hagas eso, que pesas…
-Francis nos llamó el otro día
–aclaró Ludwig-, dijo que España se había ido de viaje.
-No hagas esto más, fratello, te llamé muchas veces, no
sabes lo preocupado que estuve.
-Cállate. No es como si hubiera
desaparecido, ¿o sí? Además, ¿qué queréis?
Lovino estaba de mal humor.
Ludwig se había dado cuenta enseguida. Tal vez era por mencionar a Francia, tal
vez porque Antonio se había ido. Frunció el ceño, irritado.
-¿Por qué no vienes a pasar el
Año Nuevo con nosotros, vee~?
-Ni de coña.
Lovino no tuvo que pensarlo ni un
segundo antes de declinar la oferta. Por el rabillo del ojo, vio a Alemania
relajarse y suspirar disimuladamente.
-Tranquilo, macho patatas, no
pienso arruinar vuestra cita –comentó ácidamente, logrando que Ludwig se
sonrojara e intentara disculparse.
-Es Año Nuevo, Lovino, ¡ven con
nosotros! –insistió su hermano.
-He dicho que no. Estoy más
tranquilo solo.
Ludwig cogió a Italia del Norte
de la mano para alejarlo de él. Si el italiano decía que no, era que no.
Feliciano hizo un mohín; Romano se dio cuenta de que estaba a punto de ponerse a llorar, y él no quería
que eso ocurriera. Chasqueando la lengua, se acercó a él y le dio un beso en la
frente, mientras acariciaba sus cabellos con cariño.
-De verdad, estoy mejor en casa
–le dijo en un tono más agradable-, disfrutad de la cita.
-Fratello… Feliz Año Nuevo –le sonrió, y Lovino le devolvió la
sonrisa a su manera. Después de todo, era su hermano, el único que, a parte de
Antonio, le había querido por muy mal que se portara con él.
-Sube al coche, Italia –le pidió
Ludwig-, ahora voy yo.
El italiano asintió, más
tranquilo, y se alejó de ellos para subir en el asiento del copiloto. Lovino
enarcó una ceja, le pareció extraño.
-¿Estarás bien tú solo?
-No soy un mocoso, joder. Ya te
dije el otro día que…
-Sé lo que me dijiste –frunció el
ceño, con desagrado-. Y, aunque no fueras muy agradable, eres el hermano de
Veneciano y no puedo evitar el estar, aunque solo sea un poco, preocupado.
-No necesito que te preocupes,
agh –murmuró estremeciéndose.
-Qué gracioso. Escucha, Lovino, no
te hace ningún bien quedarte en su casa. Sabes que no.
Ludwig vio como el italiano abría
mucho los ojos al principio, luego la boca, que la volvió a cerrar en seguida,
apretó los dientes y lo miró con ira. Genial, lo que más necesitaba el día de
Año Nuevo, un Lovino furibundo.
-¡¿Quién coño te has… creído que
eres?!
-Tranquilízate. Recuerda que
Feliciano está justo ahí. ¿De verdad quieres que se preocupe todavía más por tu
culpa? Detén esto, ya no eres un crío.
Y entonces Lovino miró hacia el
coche, volvió su vista a él y, respirando agitado, entró a la casa, sin
despedirse siquiera.
El italiano corrió hacia su
maleta y le dio una patada tirándola al suelo. Golpeó la pared, volcó las
mesas, las sillas, y gritó de pura rabia mientras tiraba al suelo todo lo que
había a su alcance. Dejó el salón hecho un desastre, pero no le importó; fue a
la nevera y, después de echarle otro vistazo a las bandejas de comida navideña,
cogió la botella de vino de Rioja y subió a encerrarse en su dormitorio.
1 comentario:
Hola... sigo viva ;__;
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