Capítulo 3. 24 de diciembre.
Antonio cerró la puerta delarmario lentamente. Estaba contento porque Lovino hubiera vuelto, aunque nopudo evitar sentirse algo melancólico. Cuando bajó al piso inferior y vio lamaleta del italiano en la entrada, sonrió levemente, pero no le dijo nada,sabía perfectamente que aquello avergonzaría tanto a Romano que este no seatrevería a volver. Pero, ¿no era aquello lo que quería? ¿No se ibaprecisamente por eso? ¿Para poder olvidarlo?
Suspiró profundamente. No, nopodía echar la culpa a Lovino. Si se marchaba de su casa era única yexclusivamente por sí mismo. Necesitaba ese espacio, esa libertad que creíaperdida. De todas formas, había tomado una decisión, y no pensaba cambiarla.
-¿Lovino? –lo llamó mientras lobuscaba por todas las habitaciones de la casa. Finalmente, lo encontró en elsalón, viendo la tele como si nada, de espaldas a él-. Me voy ya… ¿Te apeteceacompañarme al aeropuerto?
Antonio esperó nervioso surespuesta, no tenía que haberle preguntado nada, no debería haber abierto laboca. Estaba claro que la respuesta de Lovino sería un NO rotundo, ¿por quétendría que acompañarle?
Tragó saliva y miró al suelo,esperando. Pero no oyó nada, Romano no dijo nada. Elevó su mirada hasta el sofáen el que estaba sentado para ver a Lovino cambiando de canal, muy deprisa. Leignoraba.
-Bueno, pues… Adiós. Eh… esto… Nopierdas mi llave, por favor.
Con un nudo en el pecho y,notando que si no se iba pronto se echaría a llorar, salió de la casaarrastrando la maleta. Subió al coche y arrancó. No quería mirar atrás, nopodía permitirse el lujo de dudar…
Era lo mejor para Romano y,quizá, también para él.
***
Lovino se había quedado estáticocuando España le preguntó si le acompañaba al aeropuerto. ¿Qué le acompañara?¿Era tan estúpido como para pedirle aquello? No es que le fuera a echar demenos, o que no quisiera verlo irse, o que no le apeteciera ver ahora su cara,por última vez, hasta quien sabía cuándo. Por supuesto que no era por eso.Simplemente era incómodo decirle adiós, nunca había sido bueno para esas cosas.Además, seguro que el momento en el que fuera a despegar el avión, el españolle montaría uno de sus numeritos…
Sin embargo, si iba con él, si leacompañaba al aeropuerto tal vez Antonio se diera cuenta de que irse en esemomento definitivamente NO era lo mejor. Es decir, claro que le daba igual todolo demás, pero era Antonio quien plantaba y cuidaba los tomates, y quien lehacía la comida, y quien le esperaba cada noche hasta las tantas hasta quevolvía de sus fiestas, y… Así que, si él se lo pedía, Antonio podíareconsiderar lo de aquel estúpido e innecesario viaje.
Había sentido una repentinaparálisis cuando el español le había dicho que se marchaba y que no perdierasus llaves. No pudo moverse hasta que España abrió la puerta y desapareció trasella. Respiró descompasadamente, ¿qué diablos era aquella sensación? ¿Miedo?
Impotencia, tal vez…
Intentando no pensar mucho enesto último, se levantó del sofá y, para convencerse a sí mismo de que estabatranquilo y que la marcha del español no le podía importar menos, se dirigiócon lentitud hacia la nevera. Seguro que allí habría algo de comida decente,después de todo, Antonio no era tan inútil, sabía bastante de agricultura ytodo lo que cultivaba en su pequeño huerto estaba jodidamente bueno.
Sin embargo no fueron lasverduras, ni los rojos y llamativos tomates frescos, los que llamaron suatención. Lovino no pudo apartar la mirada de dos bandejas llenas de comida conadornos navideños que ocupaban la parte superior del frigorífico. Había, por lomenos, 5 tipos de pasta distinta, carne, pescado y gambas. Aquel bastardohabría gastado todo un fortunón, y un tiempo innecesario, a su opinión, ya quetodo estaba intacto. Frunció el ceño, había algo que no cuadraba y, fuera loque fuera, presentía que no era nada bueno. Cuando vio el vino de Rioja quehabía en la puerta de la nevera, lo comprendió.
A España le gustaba el vino,mucho. Pero, sobre todo, le gustaba el vino cuando lo bebía con Romano.
Como si se hubiese instaladopropulsores, corrió de pronto hacia el calendario que antes había recogido delsuelo y devuelto a su sitio, la pared.
Toda aquella comida, la deliciosapasta, el cochinillo y el salmón, el postre de chocolate que había al fondo yque casi no se veía, los tomates que había en los platos en cortes limpios, elRioja…
Los días que Antonio habíatachado, solo hasta el 24.
Lovino volvió a mirar la cocina,como si no pudiera creer aquello de lo que acababa de darse cuenta. España nosolo había pasado la Nochebuena y Navidad solo, sino que también habíadesperdiciado todo el día para preparar una cena para él -la pasta y el tomateeran la prueba-, y Lovino no se había dignado ni en llamarlo por teléfono.
No, no podía ser. Antonio no eratan estúpido. ¿O sí? Bueno, sería mejor omitir ese tema.
Espera, todavía tenía unaoportunidad. España podía seguir en su coche, de todas formas, acababa de irsede casa no hacía ni tres minutos. Con una velocidad que no sabía que tenía,corrió hacia la puerta y la abrió. Escrutó con la vista la calle desierta, conel corazón en un puño, mientras salía a trompicones del portal. Cayó al suelode bruces al no ver un escalón y rodó; el resultado fue varios arañazos en laspiernas y brazos, y un dolor agudo en la nariz, que se había puesto a sangrar.Definitivamente, España debía pavimentar su propio suelo… Lovino se levantó denuevo y gritó el nombre de Antonio varias veces, pero no le sirvió de nada. Sucoche no estaba.
España se había ido, y él ya nopodía arreglar las cosas. La había cagado, pero bien.
-Oh, joder. Bastado de…
Lovino calló, sus ojos se estabanhumedeciendo, así que se mordió los labios para no llorar. No podía llorar, nopor él… Se sentía impotente, muy impotente. Paró al darse cuenta de que tambiénlos labios le sangraban, dejó de hacer presión con sus dientes y se secó losojos con una de sus mangas. Cogió el móvil y marcó con rapidez algunos números,equivocándose a veces por el temblor de sus manos. A los pocos segundos, lerespondió una voz grave, pero educada.
-Maldición, ¿dónde está mihermano? ¡¿Qué coño haces contestando a su móvil, jodido macho patatas?! ¡Dileque se ponga ahora mismo!
-Siempre es tan estimulantehablar contigo, Romano…
-¡Que te calles! ¿Dónde estáFeliciano?
-No está en casa.
-¿Cómo? ¿Dónde ha ido?
-No tengo ni idea. ¿Estás con España?
Lovino dejó de gruñir y chillar,y se quedó callado. No, no estaba con España. Él se había ido. Frunció el ceño,mirando hacia el suelo.
-¿Romano? –lo llamó el alemán,extrañado de no oír sus insultos.
-No iré a cenar esta noche.
-¿Te quedarás con Antonio?
Cállate. Cállate. Cállate. Dejade llamarlo por su nombre. Cállate de una vez.
-Tampoco iré a dormir.
-Oh… Supongo, entonces, que estarásen su casa.
-Te diré una cosa, jodido rubiode mierda. Métete en tus putos asuntos y deja los míos en paz. Y no te atrevas,te lo advierto, no te atrevas, a hacer nada a mi hermano tan solo porque yo noesté allí hoy. Porque te juro que si lo tocas, aunque solo sea el rizo, duranteun maldito segundo, ¡te las verás conmigo! ¡Idiota!
Lovino colgó con fuerza,respirando iracundo mientras apretaba el móvil entre sus manos. Volvió la vistahacia la casa del español y, como si quisiera romper el suelo bajo sus pies,caminó furioso hacia su interior para después cerrar de un portazo.
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